Cambio de vista

Me compré un par de ojos color magenta la semana pasada. No ocurría nada con mis ojos, la verdad, pero estos se me antojaron mejores y más emocionantes. Al fin y al cabo, ojos negros tiene todo el mundo, pero unos ojos magenta siempre llaman la atención.

Los llevaba un ambulante sobre la av. México, flotando dentro de una bolsita de plástico transparente. Acordamos el precio sin discutir demasiado y completamos la transacción de manera rápida y eficiente, segundos antes de que cambiara la luz del semáforo.

Al volver a mi casa me encerré en el baño, decidido a ponerme los ojos recién comprados. Fue ahí cuando me topé con el primer problema: para usar los nuevos, me tenía que deshacer de los ojos antiguos y no tenía idea de cómo hacerlo. Miré sobre la bolsita de plástico, pero no encontré instrucción alguna y tampoco quería estropear para siempre mis ojos originales.

Husmeé a mi alrededor sin éxito y me hallaba casi por desistir, cuando se me ocurrió una idea: utilizar una cucharita de plata, de esas que se usan para tomar el té.

De nuevo frente al espejo, ya con los utensilios preparados, procedí a introducir la cucharita por un costado, esforzándome por no dañar la córnea. El metal se sentía frío, pero no resultó especialmente doloroso. Pensé entonces, que seguro el dolor vendría al  arrancar el ojo de su cuenca, así que decidí hacer lo mismo al otro lado, en simultáneo, para no tener que experimentar dos veces el mismo malestar. Me armé de valor, conté hasta tres y ZAS, jalé de ambas cucharitas hacia afuera.

Sentí mis ojos desprenderse de sus cuencas, rodar hacia el lavatorio y, muy satisfecho, me dispuse a colocarme los nuevos. Pero no los encontré jamás.

Me había quedado jodidamente ciego.

Cambio de Vista

Me compré un par de ojos color magenta la semana pasada. No ocurría nada con mis ojos, la verdad, pero estos se me antojaron mejores y más emocionantes. Al fin y al cabo, ojos negros tiene todo el mundo, pero unos ojos magenta siempre llaman la atención.

Los llevaba un ambulante sobre la av. México, flotando dentro de una bolsita de plástico transparente. Acordamos el precio sin discutir demasiado y completamos la transacción de manera rápida y eficiente, segundos antes de que cambiara la luz del semáforo.

Al volver a mi casa me encerré en el baño, decidido a ponerme los ojos recién comprados. Fue ahí cuando me topé con el primer problema: para usar los nuevos, me tenía que deshacer de los ojos antiguos y no tenía idea de cómo hacerlo. Miré sobre la bolsita de plástico, pero no encontré instrucción alguna y tampoco quería estropear para siempre mis ojos originales.

Husmeé a mi alrededor sin éxito y me hallaba casi por desistir, cuando se me ocurrió una idea: utilizar una cucharita de plata, de esas que se usan para tomar el té.

De nuevo frente al espejo, ya con los utensilios preparados, procedí a introducir la cucharita por un costado, esforzándome por no dañar la córnea. El metal se sentía frío, pero no resultó especialmente doloroso. Pensé entonces, que seguro el dolor vendría al  arrancar el ojo de su cuenca, así que decidí hacer lo mismo al otro lado, en simultáneo, para no tener que experimentar dos veces el mismo malestar. Me armé de valor, conté hasta tres y ZAS, jalé de ambas cucharitas hacia afuera.

Sentí mis ojos desprenderse de sus cuencas, rodar hacia el lavatorio y, muy satisfecho, me dispuse a colocarme los nuevos. Pero no los encontré jamás.

Me había quedado jodidamente ciego.

no más excusas.

No es que no haya querido responderte, ¿sabes? te juro que no es eso. Imagino que debes estar pensando que soy una egoísta, o una loca, o ambas, o que estoy jugando contigo, que te estoy hueviando de nuevo. No es verdad, lo prometo. Me apena muchísimo no haberte escrito hasta ahora, cuando en realidad siento la necesidad de decirte tantas cosas, de responder por escrito a tus preguntas, pero los malditos pelos me lo impiden constantemente. Todos lo dicen, dicen que para escribir bien uno no puede ni debe tener pelos en la lengua. El problema es que yo los tengo. Tengo muchísimos pelos, cientos incluso, tan largos y gruesos que más que pelos parecen hiedras, verdaderas enredaderas que germinan sobre mi lengua y se expanden por toda mi cavidad bucal. Se aglutinan dentro de mi boca, empujan contra mi paladar e intentan colarse entre mis dientes, para finalmente aventurarse hacia adentro, hacia abajo, abriéndose camino hacia la oscuridad de mi esófago y así continuar  extendiéndose y fortificándose hasta llegar a mi estómago, el cual funciona bastante bien a la hora de procesar alimentos, pero no está preparado en lo absoluto para digerir tanto pelo. No, mi estómago no sabe qué hacer e intenta expulsarlos, expulsar los pelos con grandes arcadas, arcadas gigantes y velludas, pero esto no sirve de nada porque los pelos se encuentran unidos a mi lengua de raíz, así que por más que mi cuerpo se esfuerce por deshacerse de ellos con todas sus fuerzas, los malditos pelos no van a ninguna parte, se quedan ahí, provocándome severas sensaciones de ahogo, de asfixia y desfallecimiento. Entonces jadeo y toso y convulsiono y escupo saliva mezclada con pelos y un poco de sangre y me siento morir de angustia, pero no consigo articular ninguna frase por escrito ni trazar la mínima línea sobre el papel, ni mucho menos acercarme a mi computadora para escribirte de vuelta. No puedo decir lo que quiero, no puedo explicarme, no te puedo responder. No es que yo no quiera, lo juro: son los pelos los que me lo impiden. 

La cena.

No, digo, no, no, no me obligues, no puedo comer ahorita. Diles que no me encuentro bien, que estoy enferma o que me he ido o que estoy muerta. Que he muerto de forma imprevista en el jardín, que ya nos has enterrado a ambos, a mí y a este hijo que no quieres y que nadie quiere y por el que todos han decidido odiarme. No puedo subir las escaleras y sentarme a la mesa y pretender que todo está bien, no ahora, no puedo enfrentar a tu familia en este momento, a los silencios y a su indiferencia y con estas lágrimas, no por favor. Te ruego con la mirada que me permitas quedarme abajo, por favor, repito, pero tú me fuerzas con tu odio a subir las escaleras, me detestas como si este bebé lo hubiera fabricado yo sola, como si toda la culpa fuera mía cuando fuiste tú quien me forzó a hacerlo en primer lugar.

Me encuentro luchando contra mi garganta, para que me deje tragar los pequeños trozos de pan que corto con dedos trémulos. Cada pedazo de alimento me pasa raspando el esófago y siento que me ahogo, con los ojos a punto de estallar de lágrimas y las vísceras contraídas y la respiración entrecortada, mientras que tu hermana me mira con expresión divertida y tus papás intentan no mirarme. Y no me miran porque es obvio que estoy llorando y que lloro por su rechazo y el tuyo y porque tengo miedo. Mis lágrimas han comenzado a caer y lo único que quiero es salir corriendo, salir corriendo con este hijo que tú has metido en mis entrañas y que has decidido no querer, pero no puedo ir a ningún lado porque tú ya has terminado tu entrada y tus ojos están rojos de ira y me abres. Me abres con indiferencia y de reojo, te veo. Te veo a ti, deglutiendo ávidamente tu cena. Cortando un pedazo de mi carne, masticando mi cerebro, tragando parte de mi corazón.  Engulles una porción de mis pulmones, una fracción de mis vísceras y sorbes mi sangre. Y no me  queda más remedio que dejarme morder por tus dientes y que me muerdas y me rompas y desgarres hasta que ya no quede rastro alguno de mi carne, ni de mi cuerpo, ni de nuestro bebé. Nada, sólo una pasta informe y difusa que antes eran dos seres y ahora es ninguno.  Y mientras yo aún batallo  por acabar mi pan casi reducido a migajas, sé que tú ya has acabado con nosotros. Estallo en llanto, tiro el pan contra el centro de la mesa, me paro de un salto dejando caer la silla con estridencia.

Cinco pares de ojos me escrutan fijamente, pero nadie dice nada. Nadie dice nada y todos vuelven a sus platos como si todo estuviera bien, cuando claramente no lo está. No lo está, sino no me encontraría aquí, actuando como una desequilibrada delante de tu familia, con un bebé en el vientre y sollozando sin control, después de haber lanzado un trozo de pan y de haber hecho caer la silla. Nada está bien, tú lo sabes, yo lo sé, pero no hablamos de eso. No hablamos de eso aunque para hacer bebés se necesiten dos personas y no una sola, aunque la culpa no sea enteramente mía, no hablamos de eso porque eso a nadie le importa. Tomo el pan y continúo despedazándolo en silencio, confundida y aterrada, esperando que todo esto no sea más que una pesadilla, que un día me levanté y el bebé ya no esté.